El paraíso perdido del canal de Panamá
Viaje en busca de la huella humana de una megaconstrucción que cumple cien años. Esta es la historia de los 'zonians' que habitaron la zona del canal de Panamá
La mañana del 9 de enero de 1964, el joven Francisco Díaz comenzó a sudar cuando él y otros estudiantes recibieron el encargo de izar la bandera panameña junto a la de las barras y estrellas en la Zona del Canal. A los estadounidenses residentes en la zona, conocidos como zonians, les pareció una provocación y comenzaron unos disturbios que horas después se habían saldado con 24 muertos y el Ejército norteamericano desplegado a lo largo y ancho del cauce del canal.
Ese fue el principio del fin de los zonians. Una década después se estarían firmando los tratados Torrijos-Carter por los que la Administración del Canal de Panamá pasaría progresivamente a manos panameñas hasta culminar en 1999 con la retirada de Estados Unidos,tras casi un siglo de control sobre el territorio.
“El país en el que nacimos ya no existe”, se lamenta hoy el profesor Michael Baranick mientras crepitan las lonchas de bacón en el desayuno bufet del hotel Marriott en Orlando. Son casi 2.000 los zonians que han venido desde rincones de todo Estados Unidos hasta la tórrida Florida para participar en la reunión de la Sociedad del Canal de Panamá, una agrupación que reúne cada año a los antiguos habitantes de la zona para recordar con nostalgia su paraíso perdido. La media de edad de los asistentes es de 77 años, muchos de ellos se mueven en sillas de ruedas eléctricas y abundan las camisetas con un lema: “En peligro de extinción”.
Atrás quedan décadas de una existencia privilegiada en la humedad de la jungla tropical, donde vivían en una burbuja autosuficiente practicando una especie de socialismo sostenido por el Gobierno del país más capitalista del mundo. Una contradicción que sin embargo obedecía al plan de Estados Unidos de extender su dominio a nivel internacional desde una estratégica porción de tierra entre los océanos Pacífico y Atlántico. A principios del siglo XX, el presidente Theodore Roosevelt dio un giro a su política exterior con la llamada doctrina del Big Stick, o doctrina del garrote: “Habla suavemente y lleva un gran palo”, esa fue la tendencia que la Administración estadounidense comenzó a imponer en sus negociaciones, especialmente con Latinoamérica.
El espanglish fue el idioma desde el principio en la Zona del Canal. La mayoría de jóvenes tienen en su vocabulario tantas palabras en inglés como en español
Tras ayudar a Panamá a independizarse de Colombia en 1903, Estados Unidos se hace con los derechos a perpetuidad de una franja de 16 kilómetros de ancho a cambio de 10 millones de dólares y una renta anual de 250.000. Se le llamó la Zona del Canal de Panamá. Comienza entonces la construcción de una de las mayores obras de ingeniería de la historia, que culminaría el 15 de agosto de 1914, hace ahora 100 años, cuando el vapor Ancón inauguró oficialmente la vía interoceánica. El territorio nunca fue considerado un Estado más de Estados Unidos, sino una región completamente autónoma, encajada dentro de otro país, inicialmente ideada para albergar, alimentar, educar y entretener a los miles de trabajadores que construyeron el canal, pero que más tarde se convertiría en un lugar estratégico.
En la actual Ciudad de Panamá casi no existen las aceras, caminar es una rara costumbre que contrasta con el uso intensivo del coche para recorrer cualquier distancia, por mínima que sea. Cada sábado se forman interminables colas para entrar al parking del Albrook Mall, el principal centro comercial. Este inmenso recinto fue durante mucho tiempo la base militar de Fort Clayton, desde donde operaba la estación de radio y televisión encargada de suministrar información y entretenimiento a los norteamericanos residentes en la Zona del Canal. El colosal complejo brinda hoy otro tipo de entretenimiento: cines, restaurantes, supermercados, tiendas de ropa, farmacias, agencias de viaje, peluquerías, gimnasios, parques infantiles… Un estilo de vida que no dista mucho del que los estadounidenses hubieran deseado para sí mismos cuando vivían aquí.
“Oye, dile al man que no le puedo rentar su flat todavía”, habla por su móvil un joven con chaqueta y maletín atravesando veloz la avenida de España bajo el sol abrasador del mediodía: “Se ve bien priti, pero me quedé sin un centavo. Actually me bajé la quincena hangueando”. Traducción: “Dile a tu amigo que no puedo alquilar su apartamento todavía, me gustó mucho, pero estoy sin dinero. En realidad me gasté el sueldo de este mes saliendo de noche”. El espanglish, esa mezcla de inglés y español que comenzaron a hablar los latinos emigrados en los setenta a Estados Unidos, fue desde el principio la herramienta de comunicación en la Zona del Canal: ni los zonians hablaban español, ni los panameños inglés. Hoy en día, la mayoría de los jóvenes que viven en zonas urbanas tienen en su vocabulario cotidiano casi tantas palabras en inglés como en español. La divisa oficial de Panamá es el balboa, pero como dice Carlos, un taxista que lleva décadas recorriendo la ciudad, “eso es como los ovnis: todos saben lo que son, pero nadie ha visto uno”. El dólar estadounidense es la única moneda que habla en un país que, según The Economist, es el de mayor crecimiento económico de Latinoamérica. El skyline de la capital panameña compite en rascacielos con ciudades como Miami o Dubái. No deja de ser irónico que un país que hace apenas 15 años consiguió recuperar su total soberanía se vea ahora más identificado que nunca con la nación que ocupó durante un siglo una parte vital de su territorio.
Los antiguos habitantes de la zona, sin embargo, tienen razones de sobra para la nostalgia. En su refugio improvisado del hotel Marriott, empalmando una cerveza con otra para mitigar el calor, el piloto de barcos Marc Goodrich, de los pocos que eligieron seguir trabajando en el canal cuando los suyos se marcharon, recuerda los privilegios que perdieron con el traspaso de poderes. Para animar a sus empleados a quedarse en aquel lugar extraño, lejos de casa, el Gobierno de Estados Unidos les ofreció unos beneficios suculentos: sueldos exentos de impuestos, con ingresos extra por trabajar fuera del país, casas coloniales de madera subvencionadas con vistas al canal, siete semanas de vacaciones al año, vuelos gratuitos a Estados Unidos y seguridad laboral.
La nostalgia se intensifica para los zonians cuando recuerdan su modo de vida colonial, con jardineros y servicio doméstico también subvencionados. Los panameños podían entrar en la Zona del Canal para trabajar, pero no podían beneficiarse de ninguno de los privilegios reservados a los estadounidenses.
El lugar era administrado por una única e inmensa corporación, la Compañía del Canal de Panamá (PCC en sus siglas en inglés), que, financiada por el Departamento de Defensa, creó una especie de falansterio: eran autosuficientes y no existía la propiedad privada, sino un régimen de usufructo. La compañía se hacía cargo de las escuelas, hospitales, clubes, cines y oficinas de correos, y protegía a sus ciudadanos de modo paternalista. Tenían su propia policía, sus propios jueces y fiscales, que no obedecían a las leyes de Estados Unidos, sino a las de la Administración del Canal. Todos los productos de consumo básico tenían la etiqueta de la compañía, en todos los despachos colgaba el mismo calendario y en cada mesa se usaba el mismo pisapapeles. Cualquiera no podía ir a vivir allí, había listas de espera y quien no cumplía las normas a rajatabla era expulsado de la zona.
Si bien desde 1979 el Gobierno panameño fue recuperando paulatinamente el territorio de la Zona del Canal, aún hoy muchas de las llamadas Áreas Revertidas se encuentran en el mismo estado que cuando fueron abandonadas. Si no fuera por el desgaste del paso del tiempo y la voracidad con que la jungla los ha ido devorando, muchos de estos lugares parecerían aún ocupados por los zonians. Antiguos Burger King con los listados de precios y las mesas dispuestas, cines de los años cincuenta con su patio de butacas y su pantalla, piscinas vacías donde crece la maleza, gimnasios con los aparatos aún frente al espejo y colegios con pizarras y cuadernos donde se puede leer la última lección impartida.
Era un tentador botín urbanístico para las multinacionales del sector. Panamá Pacífico es quizá el más claro ejemplo de la explotación económica de las Áreas Revertidas, un inmenso complejo de uso mixto situado en la antigua base militar Fort Howard, el bastión de la fuerza aérea de Estados Unidos para Latinoamérica. Con un coste de 7.527 millones de euros en un terreno de 1.400 hectáreas, el proyecto, comenzado en 2007 y con un desarrollo previsto de 40 años, es uno de los más ambiciosos del continente. En la actualidad ya se han construido diversas áreas residenciales, un complejo de hoteles de cinco estrellas, un aeropuerto privado y las instalaciones de más de 100 empresas internacionales, como 3M, Basf, Dell o Caterpillar.
En el extremo sur de Panamá Pacífico puede verse todavía el cementerio de Diablos Rojos, los antiguos autobuses urbanos de la capital panameña, que recicló el característico bus escolar amarillo estadounidense para convertirlo en el colorido y abrumador camión de pasajeros que se ganó por méritos propios su rotundo sobrenombre. En 2013 el Gobierno los retiró de la circulación y, a la espera de ser convertidos en chatarra, dibujan un panorama desolador en el patio de atrás de la modernidad panameña, como viejos leones que ya no rugen, esperando su muerte, o más bien su entierro.
En la antigua base militar de Fort Howard se ha construido un inmenso complejo de residencias, hoteles, oficinas y aeropuerto
En la reunión anual de Orlando también hay un lugar donde la memoria ocupa un espacio físico: un área para vendedores de souvenirs. La pérdida del hogar ha hecho más fetichistas a los zonians, que idealizan cada objeto, cada pedazo de periódico que les transporte a sus días felices. Para Tom Wilder, el presidente de la Sociedad del Canal, “un zonian es un estadounidense blanco nacido en la Zona del Canal antes de 1977” (año de la firma de los tratados Torrijos-Carter). Porque la segregación racial también se practicó, y muy severamente, en aquel paraíso tropical, con una política de ciudadanos Gold y Silver, que hacía referencia a las monedas de oro o plata que usaban los habitantes según su estatus social. Los Gold Roll eran los estadounidenses blancos con posiciones importantes dentro de la compañía. Vivían en las poblaciones con mayores privilegios, mientras que los Silver Roll vivían en Silver Towns (ciudades de plata), construidas para albergar a los trabajadores antillanos o panameños, no blancos, no estadounidenses.
Pero no todos piensan como Wilder acerca de la identidad zonian. Los jóvenes nacidos después de 1977 se consideran tan canaleros como cualquier otro. Pablo Vangas acude todos los años a la reunión para ayudar a su familia en la venta de souvenirs. En realidad él nació en el trayecto que sus padres hacían desde Texas hasta Fort Amador, en Panamá, donde su padre trabajaba como oficial de enlace para la PCC. “En lo que sí coincidimos todos es en que solo los civiles éramos zonians; los militares, no”, afirma con rotundidad mientras da de comer a su mascota, un pez luchador Betta rojo como la sangre.
Ciertamente hubo pocos soldados que echaron raíces en la zona, a pesar de ser una región fuertemente militarizada, que llegó a tener más de 30.000 efectivos repartidos en 14 bases a lo largo del canal. El Gobierno de Estados Unidos vio en aquel rincón del mundo un lugar estratégico para poner en marcha su política intervencionista en Latinoamérica. La propaganda para la construcción del canal fue la de “la tierra dividida; el mundo unido”, un canal para todos, una bendición para el comercio mundial. Pero la realidad fue que los barcos estadounidenses eran los únicos que cruzaban sin coste sus aguas, mientras que el resto pagaba enormes sumas por su uso. A día de hoy un barco paga, dependiendo de su tamaño y función, entre 80.000 y 300.000 euros por cruzar los 80 kilómetros que separan un océano del otro. Y para asegurar ese negocio llegó el Ejército. El Comando Sur de Estados Unidos se instaló en 1903 en Panamá para proteger y defender los intereses de Estados Unidos en la zona, y pronto se convirtió en el centro de decisiones estratégicas más importante después del Pentágono. Desde allí intervinieron militarmente en la mayoría de los conflictos que se han producido en el continente durante todo el siglo XX, desde operaciones contra Pancho Villa en México en 1914 hasta las guerras del narcotráfico en los ochenta y noventa, pasando por todas las acciones contra guerrilleras de Latinoamérica.
Pero en el hotel Marriott de Orlando no parece interesar mucho esta parte de la historia. Durante el baile de despedida, al compás de la murga carnavalera, los zonians pierden el control a medida que apuran el ron Abuelo panameño que patrocina el evento. Su misión era mantener el canal en funcionamiento, y lo hicieron con eficiencia: su mundo, sin embargo, se va borrando, desaparece bajo la espesura tropical, y el aire condensado de la selva se estanca entre los esqueletos vacíos de sus antiguas casas. Pero el canal sigue en marcha, y más activo que nunca, con su mayor ampliación prevista para ser inaugurada en 2015, después de haber enfrentado a la empresa concesionaria, la española Sacyr, con el Gobierno de Panamá por un desacuerdo económico que a punto ha estado de dejar la obra inacabada.
¡Tchak!… ¡Tchak!… Thompson Moore mata el tiempo en el patio trasero de su casa en Los Ríos ensartando un hacha en el tronco de un palo rosa. Cada vez que lanza se sitúa un paso más atrás y, a juzgar por el número de aciertos, no debe de ser poco el tiempo que pasa practicando frente al árbol. Ani Dillard, su novia, lo mira desde la ventana de la cocina fumando un cigarrillo con parsimonia. El golpe seco de la hoja contra la madera y el humo del pitillo dibujando remolinos en el aire, eso es todo en esta tarde de domingo. Unos meses atrás llegaron desde Georgia, donde Thompson terminó sus estudios en la escuela de arte, y se instalaron en la casa familiar en la que Ani pasó su infancia jugando a orillas del canal. Al cabo de un rato llegan algunos de sus vecinos y amigos, todos tienen menos de 30 años y algunos, como Ani, crecieron en la Zona del Canal, que abandonaron junto a sus padres una vez que se hicieron efectivos los tratados Torrijos-Carter y los norteamericanos volvieron a sus hogares. María Kisling, de 22 años y una rara belleza oriental, es hija de un soldado estadounidense que prestó servicio en el canal por varios años. Tras el divorcio de sus padres, María volvió a vivir en la zona.
Por el canal de Panamá los barcos estadounidenses eran los únicos que cruzaban sin coste sus aguas, mientras que el resto pagaba enormes sumas
No son pocos los zonians más jóvenes que deciden volver al canal, donde vivieron una infancia libre y salvaje. Al final de la tarde, la casa de Thompson y Ani parece un cónclave de la última generación de zonians. Chris Huerbsch, apuesto y de carácter reservado, llega prácticamente de noche. Creció remando en las carreras de cayucos de océano a océano que organizaban los zonians, en las que los panameños no podían participar. Después de estudiar religión en la Universidad Estatal de Florida en Tallahassee, ha vuelto a Diablo, el pueblo canalero donde nació, para poner en marcha un pequeño negocio de cayucos y volver a remontar el canal sorteando los cocodrilos y respirando el olor dulzón de la espesura selvática, como cuando era niño.
La última gran noche en el Marriott termina al amanecer con ejemplares de zonians dispersos por todo el recinto; pequeños grupos cantan viejas melodías de los cincuenta, otros se estrellan contra el agua de la piscina y algunos simplemente duermen allí donde el sueño y el alcohol les han vencido.
Los zonians están casi extinguidos: cuando finalizó la gestión del canal por parte de Estados Unidos, dejaron de existir oficialmente. Quedan alrededor de 2.800 y la mayoría supera los 80 años. El único museo dedicado a la Zona del Canal de Panamá cerró sus puertas por falta de presupuesto y sus fondos se encuentran actualmente en un almacén de la Universidad de Florida, en Gainesville. Una funcionaria de la institución, sin vínculo con los zonians, se encarga de catalogar los archivos y objetos que los veteranos donan a la colección, amontonados en cajas y archivadores sobre los que se van depositando capas de polvo y olvido, encerrados en un sótano donde la misma humedad sofocante que vio nacer a los zonians acabará probablemente borrando lo poco que queda de ellos.
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